Por Julio Pernús, prensa IPL
“El liderazgo ignaciano no es sólo gestión, sino derroche de vida interior volcada sobre la realidad, algo que tiene su capacidad de convencer y arrastrar”. Con esa frase del jesuita José María Guibert, deseo iniciar este diálogo para compartir algunas de las características principales que propone la Compañía de Jesús para convertir a una persona en un buen líder.
Durante una clase de la materia de humanidades que imparto en una universidad jesuita de República Dominicana, le pregunté a los alumnos sobre algunos líderes mundiales que por su modo de proceder les habrían llamado la atención. Varios hicieron referencia a cantantes, políticos, empresarios, pero el punto común era que no surgía entre ellos la mención al nombre de Ignacio de Loyola. Sé que al nacido en Azpetia en 1491 tampoco le incomodaría que olvidaran su legado, pero con este artículo me he propuesto mostrar que los conocimientos del fundador de los jesuitas pueden ser muy útiles para cualquier líder mundial, aún en pleno siglo xxi.
Con más de quinientos años de peregrinar, la espiritualidad ignaciana nos muestra que un buen líder necesita poseer un profundo conocimiento interior y la gran herramienta que propone Ignacio para lograr ese deseo es la oración. Ella nos trasladará a un lugar privilegiado para el cultivo de nuestro ser, siguiendo como paradigma la persona de Jesús. La propuesta es que nos dejemos mirar por Él de modo que su presencia nos revele nuestra verdad más profunda.
Cinco características de un buen líder ignaciano son: ser una persona agradecida, con deseos de amar más y mejor, generosa y gratuitamente; lúcida y cuidadosa de su libertad interior, buscando liberarse de miedos, apegos o imagen; libre de fundamentalismo y maniqueísmo, capaz de trabajar con mediaciones concretas que van más allá del angelismo y de las evasiones; protagonista y responsable, pero que se deja acompañar personal y grupalmente; humilde, que busca confirmaciones y que acepta que se puede equivocar, sin creerse infalible.
Elemento importante del liderazgo ignaciano es el amor. Ese amor que se va colando en las historias, en los acontecimientos y en las personas, que busca huecos donde seguir creando, engendrando vida. Un buen líder ignaciano genera espacios diversos en los que surge la esperanza y donde el sufrimiento no derrota; lugares en los que las personas se mantienen con dignidad, aún en situaciones de injusticia.
En un buen líder ignaciano debe prevalecer la indiferencia, que para el carisma jesuítico es una invitación continua a ser libre de los apegos del corazón y de las amenazas exteriores, para servir sólo a Dios y a su causa. San Ignacio tiene una expresión que se considera la regla de oro de la vida interior jesuita: “salir del propio amor, querer e interés, como clave del crecimiento personal y de la búsqueda del sentido de la vida”. Salir de sí mismo es la clave que la espiritualidad ignaciana propone para el desarrollo personal. Desde ese desapego será más edificante la búsqueda del sentido de la vida y también la base para poder acompañar a otros y liderar.
Humberto Maturana, biólogo chileno que fue candidato al premio nobel y que escribió sobre la biología del conocimiento, entre otras cosas, afirmó que “el amor es la única emoción que aumenta la inteligencia. El amor nos hace relacionarnos con los demás. Hacer lo que amas y amar lo que haces es el ideal”. La palabra líder proviene de un término de raíz indoeuropea que quiere decir salir, avanzar, ir hacia adelante. La espiritualidad ignaciana nos invita a ser los capitanes de nuestro destino, ejercitando de forma continua nuestra espiritualidad con oración y poniendo en manos de Dios nuestras ansias de transformar la realidad.